«El que no cree en un proceso circular del todo,
tiene que creer en el dios caprichoso;
así se condiciona mi consideración
contra todas las doctrinas teísticas del pasado»
Según cuenta Nietzsche, su idea del eterno retorno se le ocurrió por primera vez en agosto de 1881: «A 6.000 pies por encima del hombre y del tiempo. Recorría yo aquel día el bosque, por la orilla del lago Silplana; junto a una formidable roca que se eleva en pirámide, no lejos de Surlei, hice alto. Allí fue donde acudió a mí esta idea [del eterno retorno]». Sin embargo, y a fin de justificar la tesis que se trata de defender aquí sobre el carácter musical del eterno retorno, se aludirá a la carta que escribió el 16 de abril de 1881 a Peter Gast, a colación de la lectura que hizo del libro de R. Mayer, Aportaciones a la dinámica del cielo “en tales libros… puede escucharse la armonía de las esferas, una música que sólo está preparada para el hombre científico”. La lectura de este libro, podría encontrarse a la base de la idea del eterno retorno que se fundamenta en la consideración de que la fuerza sólo varía cualitativamente, pero no cuantitativamente. Es decir, el eterno retorno sería hasta cierto punto una reformulación de la ley de la conservación de la materia de la termodinámica que asume que la energía ni se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma.
Desde este punto de vista, «lo mismo» del eterno retorno [Ewige Wiederkunft des Gleichen] no sería idéntico según el principio de identidad (A=A), sino que siempre sería idéntico por su materia, pero no por su forma, su constitución o su acción. Eternamente vuelve a sucederse todo lo ya acontecido y eso se debe a que ya ha sucedido alguna vez. Nietzsche acude a la metáfora del reloj de arena: el eterno retorno sería como un reloj de arena que es eternamente volteado. Los granos de arena son siempre los mismos, no así su colocación. No se trata de una mera fusión del comienzo y del final, pues al fin y cabo tales puntos nodulares se podrían encontrar en algún punto concreto, sino que el eterno retorno es un círculo que no empieza ni acaba, cuyos puntos se encuentran a la misma distancia porque todos se contienen entre sí. Se trataría de algo así como un anillo sin agujero, un anillo opaco, donde todas las fuerzas confluyen en el centro y en la periferia, donde todo es centro. Esa idea en la que confluyen un punto inicial y uno final (coincidente con la parusía o el génesis), es una muera construcción del sujeto, que ante la inabarcabilidad de la totalidad del tiempo, lo fragmenta, lo divide. Es decir, lo falsea, adaptándolo a su capacidad limitada y finita de percibirlo. De ahí que la revelación del eterno retorno esté por encima del hombre y del tiempo. Nietzsche propone así «para la humanidad la hora del mediodía», pues cada momento sería el más brillante, sin sombras ni oscuridad, con una luz que iluminaría todo lo vivido y lo por vivir: cada momento se vive de tal momento que se enfrenta a la vida y a la muerte «¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!».
Como el eterno retorno, la música surge desde siete notas (las cuales son meras representaciones de posibilidades de sonidos) que, mutadas, combinadas, engarzadas (y secuenciadas para poder ser aprehendidas) pueden dar lugar a un número indeterminado de posibilidades. La «música» es un discurso no conceptual ininterrumpido, en el que cada manifestación concreta –cada obra- es una parte de lo mismo. Es un mismo que se contiene a sí mismo, que todo lo que puede ofrecer ya lo ha ofrecido, porque ya está contenido en sus «fuerzas» limitadas. Todo lo que la música puede ofrecer, todo lo que la música ha sido, es, y será, se encuentra constantemente presente en cada momento, en cada «instante» musical. No se trata únicamente de un principio hermenéutico de la variación inherente en cada interpretación de lo que ya está en la partitura. Se trata de que en la propia estructura del discurso musical, cada uno de sus momentos forma un todo en el que su fragmentación es una falsificación. Cada detención del discurso musical contiene todos los demás, pero no sólo los contenidos en esa obra concreta, sino en toda la producción musical realizada hasta entonces y toda la que se compondrá posteriormente. Un acorde de Mozart condensa toda la música desde su nacimiento y contiene toda la música que se escribirá después. El acorde le da el relevo, y volverá a encontrarse del mismo modo, aunque sea radicalmente otra cosa. Con la música se elimina el concepto, que se torna incapaz de expresar el mundo, pues es inabarcable, más aún si se trata del tiempo. La música, como el eterno retorno, no necesita palabras. La música articularía aquello que el eterno retorno permite: «y si mi Alfa y Omega es que todo lo pesado se vuelva ligero, todo cuerpo, bailarín, todo espíritu, pájaro […] –y así es como habla la sabiduría del pájaro: “¡Mira, no hay ni arriba ni abajo! […] ¡Canta! ¡No sigas hablando! -¿Acaso todas las palabras no están hechas para los pesados?…». Es más, en una revisión radical del origen de la música, ésta surge del mismo modo que el eterno retorno: desde el silencio.
El matiz que introduce Nietzsche es que no se puede establecer una distinción entre el pasado, el presente y el futuro, ni siquiera analíticamente. En tanto que en cada instante se condensa todo el tiempo eterno (no por su extensión, sino por su durabilidad no finita), cada instante contiene «lo mismo», pero a la vez es un nuevo punto de inflexión: el tiempo sería la sucesión de «ahoras». Con ello, trata de evitar esa visión del eterno retorno del enano que representa el espíritu de la pesadez, en la primera formulación de tal pensamiento en «De la visión y el enigma»8, que lo resume como «el tiempo mismo es un círculo». La mera repetición implica que cada instante se suceda del mismo modo, lo cual parece que entra en contradicción con la voluntad de poder. La primera aparición del eterno retorno en las publicaciones de Nietzsche, en el último fragmento de La gaya ciencia, viene acompañado por el título de «la carga más pesada» / «el peso más grave» pues, si se toma el eterno retorno como mera repetición, quedaría anulada cualquier posibilidad de actuación: sería una redescripción del destino. En relación a esto, merece la pena recordar el último movimiento «Der schwer gefaßte Entschluß» [La difícil decisión] del cuarteto 16 (op. 135), escrito entre el 1826 de Beethoven, donde los primeros acordes preguntan, según las anotaciones del autor «Es muss sein? [¿Debe ser?]», siendo el resto del cuarteto una respuesta «Es muss sein! [¡Debe ser!]».
Esta «difícil decisión» es la asunción de que todo es de manera independiente a la actuación de los individuos. Todo sucede irremediablemente. El eterno retorno, así entendido, sería lo más terrible e invitaría a la paralización. Si todo se va a volver a repetir, ¿qué sentido tiene hacer algo para modificarlo? Se va a repetir sin lugar a dudas, lo cual radicaliza la implicación moral: la acción no vendría marcada por la voluntad de poder, sino por un principio de dignificación de la vida, algo que depende de lo que se establezca como «vida digna». Sin embargo, parecería que Nietzsche no está proponiendo un nuevo imperativo: «mi sufrimiento y mi compasión -¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra!». Defiende que el suprahombre [Übermensch] puede hacer lo que quiere, en lugar de querer hacer lo que (se) puede. Esta última, característica de las éticas católicas (que hacen una relectura del idealismo) o propias de éticas racionalistas, especialmente la kantiana, se fundamentan en que lo racional es lo bueno, lo deseable, y en tanto que el hombre quiere lo bueno, actúa en consecuencia de su razón. Entonces, quiere desde esta consideración moral de las capacidades humanas. Es decir, no quiere, sino obedece. Sin embargo, la eliminación del valor de la razón humana y de sus acciones, hace que se haga lo que la voluntad quiere, más allá de que ello sea bueno o malo. La asunción del más allá del bien y del mal, que hace al individuo el único y absoluto creador de valores, niega la concepción del eterno retorno como un imperativo al modo de las éticas anteriores a la filosofía nietzscheana. Nietzsche, entonces, propone la asunción del eterno retorno, pues sea como fuere, todo va a retornar eternamente, por lo que debe vivirse la vida de tal modo que quiera repetirse. Sin embargo, esta repetición no vendrá marcada por un patrón previo ni por una serie de «requisitos» más o menos estables, sino que cada individuo podrá decidir qué tipo de vida quiere repetir. En cada instante el individuo puede hacer de ese instante un momento en el que se quiera «no pedir nada más que esta última, eterna rúbrica y confirmación»10. Pero el instante persigue al siguiente. Igual que en la música: no puede detenerse, es un arte temporal y cada momento se sigue de otros, unidos de tal manera que entre sí todos se «bendicen», se hacen dignos de repetirse. De hecho, la música es en esencia repetición: si sólo sonara una vez –la vez que suena en la cabeza del compositor-, sólo habría partituras mudas. Es precisamente la repetición lo que da sentido a su existencia. Sin repetición, no habría música ni eterno retorno.
Así, el peso del pensamiento del eterno retorno caería como caen las apoyaturas musicales: para elevar la siguiente nota a su máxima expresión. Es un peso elevante, pues la relectura de Nietzsche propone pasar de ese peso insoportable, de la repetición inevitable («el espíritu de la gravedad y todo lo que él ha creado: coacción, ley, necesidad y consecuencia y finalidad y voluntad y bien y mal», a la transformación de la vida, redimiendo el pasado (que es ahora también presente y futuro) y asumiendo el futuro en cada instante, sin la espera (que nunca llega) por el cumplimiento de la promesa de felicidad. El anillo del tiempo es un anillo «sin meta». La música tiene también esa vertiente más allá de lo moral, ya que se encuentra en conexión con la vida. El vivir implica sufrimiento: «cuanto el hombre hunde su mirada en la vida, otro tanto la hunde en el sufrimiento»13. La música es una creación que no es bonita en un sentido superficial, no busca amaestrar oídos. Hacer de la música un mero divertimento es a-musical. La música no es feliz. La música es un placer, del mismo modo que lo es la vida desde la consideración del eterno retorno: un placer que contiene también sus contrarios, es decir, el dolor, el odio, el infierno. Sin embargo, «el placer –es más profundo aún que el sufrimiento». Con ello, nuevamente, invierte los valores. Si bien anteriormente, el sufrimiento era el elemento liberador, pues tras la muerte terrenal se abrían las puertas del cielo; lo placentero se sitúa ahora como idiosincrásico del vitalismo nietzscheano, pues el placer quiere y asume también el sufrimiento, pero no al revés, pues el sufrimiento reniega del placer. Es decir, el sufrimiento sometía a la vida, la dignificaba negándola. Ya no se trata de la postura schopenhaueriana, anteriormente defendida por Nietzsche, en la que la música es el mejor modo de soportar el sufrimiento de la vida. Más allá del sufrimiento, más profundo aún, se encuentra el placer, que contiene al sufrimiento. La propuesta nietzscheana no es aséptica ni depuradamente jovial. Nietzsche reconoce que, constitutivamente, el hombre posee luces y sombras, el momento de verdad de la mentira. El placer por vivir sería aquello que anula el pecado y acepta a partes iguales el dolor y la alegría. La vida será entendida como amor fati (amor al destino), donde no se mira hacia otro lado ante lo feo, donde lo terrible es también incorporado porque es parte de la vida. De ahí que pueda considerarse el «mediodía de la humanidad», pues el mundo no quedaría anulado por su idealización, o sería rechazado y sustituido por otros mundos posibles. Las sombras también darían luz sobre lo más querido: la vida. La gran promesa del catolicismo, la vida eterna, habría bajado a la tierra.
Cabe recordar las múltiples alusiones de Nietzsche a la ópera Carmen, de Bizet, en la que la música habla del duro trabajo del campo, de la lucha de clases, de la muerte del personaje principal, que representa los «tres males del mundo: la voluntad, la sed de dominio y egoísmo». Ella representa una antítesis de la vida moral, prudente, mesurada y sumisa. Por eso, el hombre debe matarla, pues no soporta el peso que representa al confrontarla con su propia vida agotada, pequeña y pesada. La muerte de Carmen se anuncia en el último compás de la Introducción (escuchen 3:26, que es justo donde muere):
…y deberá morir muchas veces hasta que el hombre se destruya a sí mismo y pueda surgir el suprahombre [Übermensch] que pueda redimir la muerte de Carmen. Nietzsche ve en el suprahombre [Übermensch] «[…] aquella unidad de cantor, caballero y espíritu libre […] una desenfrenada canción de danza, en la que ¡con permiso!, se baila por encima de la moral […]». Ahora la vida es baile y canción, se baila y se canta sobre el dolor, pues el dolor también pide ser bailado y no acallado, anulado, ignorado, hecho pecado. Podría decirse que Nietzsche retoma la tesis del «als ob» [del como si] que Kant expone en su Crítica a la razón pura: «incluso admitiendo que la repetición cíclica no sea más que una verosimilitud o una posibilidad, el sólo pensamiento de su posibilidad puede emocionarnos y transformarnos». Pero, en este caso la vida debe vivirse como si fuese música [als ob Musik wäre], ya que la música contiene ese carácter de redimir lo pasado al integrarlo en el instante, que está cargado de futuro. La música es pathos, es la unión del sufrimiento y el placer: la música, al igual que el eterno retorno, es el constante paso «del juego de las contradicciones al placer de la consonancia». Si el eterno retorno es el aspecto fundamental de la filosofía vitalista de Nietzsche, en tanto que libera al hombre de la carga de la consideración lineal del tiempo, la cual moraliza su acción y niega su posibilidad creadora absoluta, ¿no podría re-formularse su conocida afirmación «la vida sin eterno retorno (música) sería un error»?
Y después de todo este lío… ¡Aquí tienen algo de la música de Nietzsche!
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