En primer lugar, quisiera agradecer al Ayuntamiento de Tías el que hayan pensado en mí para la realización del pregón de las Fiestas de Ntra. Sra. de la Candelaria de este año, 2009.

 

No voy a negar que esta propuesta, en un principio, tocó ese pequeño punto de orgullo personal que todos tenemos, y tampoco voy a negar la satisfacción que me produjo. Pero esa satisfacción inicial se transformó, a los pocos meses, y según iba avanzando el tiempo, en una pesada carga mental: mi cabeza daba vueltas cada día en torno a la misma idea: “¿Y de qué puedo hablar yo, que tenga un interés general y que sea diferente a lo que mis predecesores en estos menesteres ya hubieran explicado y, seguramente, con más vehemencia y sabiduría?”.

 

Después de darle muchas vueltas, me ha parecido que lo suyo sería hablar de mis propias experiencias. Porque supongo que si han pensado en mí como pregonero será porque, de una u otra manera, les puede parecer que mis conocimientos o experiencias pueden resultar de algún modo interesantes para los demás. Ahí es cuando yo me siento diminuto, y un tanto avergonzado o abrumado por la posibilidad de que esto sea realmente así. Pero bueno, pues… ¡Como no se me ocurre nada más, voy a lanzarme por este camino! Después de todo, hablar de mí mismo no es más que hablar de aquellos con los que crecí, con los que conviví día a día, y eso implica a muchas, pero que muchas personas. Mis experiencias son las experiencias también de otros, y son pues parte de la propia historia de nuestro pueblo. Y eso ya me parece un tema más que apropiado, así que… allá va.

 

¿Y por dónde empezar?  Pues supongo que he de remontarme a los recuerdos, viajar al pasado y rememorar mis propias vivencias. El caso es que a mí no me gusta mucho hablar del pasado, porque creo que puede ser un arma de doble filo. Yo el pasado lo veo como un libro de consulta: está bien tenerlo a mano, pero no sirve de nada releerlo continuamente. Creo que la historia ha de ser una herramienta de ayuda para crecer y evolucionar, pero nunca puede constituirse como un fin en sí misma. Obsesionarnos con rememorar el pasado puede anclarnos definitivamente en él, e incluso podemos acabar andando de espaldas al futuro. ¡Y cuántas cosas nos perderíamos…!

 

Resumiendo: creo que hay cosas que debiéramos aprender del pasado, y que debemos respetarlo en la medida apropiada, pero sin erigirlo en modelo y razón de todas las cosas. Un hombre evoluciona… la sociedad evoluciona con el hombre… los hombres evolucionan con la sociedad…

 

Y, una vez hechas estas puntualizaciones, a lo que iba: hagamos juntos una mirada atrás, y rememoremos por un instante esos años que parecen casi olvidados, pero que realmente permanecen en cada uno de nosotros y que, a poco que escarbemos, nos devuelven una pequeña sonrisa, a veces más dulce…, y a veces más amarga.

 

Aquí les ofrezco parte de mis propios recuerdos, mis vivencias de entonces que, aunque en principio pudieran ser comunes a muchos de los vecinos de Tías, siempre ofrecerán una visión diferente, particular y totalmente subjetiva, claro. Espero que para muchos estos recuerdos, como a mí, les resulten entrañables, y a otros, quizás los más jóvenes, espero que les parezcan al menos interesantes o, si más no, curiosos. Eso deseo, al menos.

 

Quisiera comenzar exponiendo dos premisas fundamentales:

 

-Primera: hay dos cosas que uno no puede cambiar, los padres y el lugar de nacimiento. Es una realidad que nos acompañará durante toda nuestra existencia, y no sólo como un hecho formal, sino como parte imprescindible de nuestro propio ser.

 

-Segunda: una parte muy importante de lo que somos, quizás la que más, se ha fraguado durante nuestra infancia.

 

Así que, partiendo de estas dos premisas, puedo decir, y con mucho orgullo: soy de Tías… y soy conejero.

 

Nací en casa de mis padres, como era natural entonces, en el Lugar de Arriba. Esto era allá por el año 1963, en plena era espacial, o también denominada era de la electricidad… Pero eso ocurría en otro mundo muy lejano, porque a casa no llegó la luz eléctrica hasta que yo tuve 14 años.

 

Me resulta no sé si curioso o más bien increíble saber que el 16 de Junio de 1963, apenas unos días después de mi nacimiento, la astronauta soviética Valentina Tereshkova se convertía en la primera mujer que viajaba al espacio. A ver quién les podía explicar eso a nuestras abuelas y a nuestras madres que, mayoritariamente, no sabían siquiera leer ni escribir.

 

No tener electricidad no sólo quiere decir no poder disponer de luz accionando un simple interruptor, sino que implicaba otras muchas carencias: no había ducha, ni nevera, ni teléfono… Todo eso condicionaba de una manera absoluta el día a día: los hábitos de higiene, la alimentación, la comunicación, la información…

 

Pero esa primera etapa de mi vida yo la recuerdo con un cariño especial, como se recuerda siempre una niñez feliz: pequeños recortes que destellan como trocitos de estrellas dentro de uno mismo, diminutos y coloridos alfileres que se nos engancharon para siempre en ese cojín que es el corazón.

 

Todo era una explosión sensorial que rebosaba olores, colores, sonidos… Y resulta curioso descubrir, a través de nuestros recuerdos, cómo ese mundo de incomprensibles pero evidentes carencias nos deparó tantas y tan gratas experiencias… Es como eso que dicen sobre los sentidos: “ante la falta de uno de ellos, los otros se agudizan”… Quizás nuestras carencias nos permitieron gozar más y mejor de las pequeñas cosas, de los detalles más diminutos…

 

Tengo grabados dentro de mí un montón de olores… Los olores a espelme o al petróleo de los quinqués… Los olores de los animales: las cabras, camellos, burros, perros de caza, hurones, gallinas… El olor del pescado frito… Y, de entre todos los olores, recuerdo sobre todo el olor de mi madre, y los muchos ratos que pasaba con la cabeza encima de sus piernas mientras me despiojaba.

 

Tengo grabados también cientos, miles de colores… Colores bañados en esa luz maravillosa y mágica que siempre ha tenido Lanzarote. Colores que marcaron mi infancia y mi juventud, y que intentaba plasmar en mis dibujos, en mis cuadros. Muchos de los que ahora pueden leer estas líneas han tenido algún dibujo mío entre sus manos, o han visto los fondos que pintaba en los belenes de la Iglesia “Nueva”, o el Sagrario y el Altar de la Iglesia de la Candelaria… Sí, paradójicamente, en esos años yo tenía clarísimo que, “de mayor”, sería pintor.

 

Pero fueron los sonidos los que, sin duda alguna, marcaron para siempre mi vida y mi persona.

 

Tuve el privilegio de tener como padre a un hombre que ha amado y ama desde siempre la música. Un hombre al que le debo no sólo la vida en sí, el simple pero milagroso hecho de nacer. A mi padre le debo también mucho de lo que hoy soy, porque fue él quien puso en mis manos o, mejor dicho, en mis oídos, el maravilloso mundo de la música.

 

Mis primeros recuerdos musicales coinciden con mis primeros años de vida: los numerosos ensayos del Rancho de Pascua, y sus alabadas actuaciones en la Iglesia…, los ensayos también de la Rondalla en “el Morro”…

 

En 1970, con siete años, empecé a tocar el timple. Recuerdo los gritos de mi padre cada día… A veces hasta se me caía el timple de las manos, de los nervios que cogía. No hay cosa peor que tener por maestro a un padre, ya se sabe… Pero también es verdad que, si el alumno aguanta, se suelen recoger buenos frutos. Un año después entré en el Rancho, y allí estuve tocando el timple durante los siguientes siete años.

 

También desde ese mismo año 1971, y hasta 1975, formé parte como timplista del grupo de música popular “Cantores del Sur”, grupo en el que muchos compartimos muy buenos ratos, y no sólo musicales. Recuerdo las clases de solfeo semanales antes de empezar el ensayo, y el olor a palomillas quemadas sobre la luz de gas…

 

Estos recuerdos de mi infancia se mezclan con imágenes de mi vida escolar. Los chinijos de entonces teníamos la suerte de que nuestras batallas no tenían lugar en la pequeña pantalla de la Nintendo, sino que eran totalmente reales y planificadas: al salir de la escuela, la correspondiente guerra de piedras entre los del “Lugar de Arriba” y los del “Lugar de Abajo”, por ejemplo, con algún infiltrado que se sumaba a unos u otros por el simple goce del desahogo. Luego llegábamos a casa con la sangre ya seca en las heridas, porque algunos recorríamos largas distancias para asistir al colegio. Afortunadamente, no sufrimos bajas. Se ve que hasta los microbios eran diferentes. Por cierto, que ya tenía yo cierta fama entonces, pero de mataperros.

 

Luego llegaron los años del Instituto, en Arrecife. Los de mi promoción fuimos los últimos en asistir a una clase sólo para chicos. Hasta entonces las chicas, las pocas que se podían permitir proseguir sus estudios, lo hacían separadamente. Aún había muchos chinijos que ni acababan la escuela, o que de ésta pasaban a trabajar, bien en las tierras, bien en casa (en el caso de las chinijas), o en lo que saliera…

 

De esta época recuerdo también especialmente las Navidades de los años 78/79, 79/80 y 80/81. Algunos, como yo, las recordarán como la “Navidad Marinera”, la “Navidad Campesina” y la “Navidad Anti-Consumo”, respectivamente. Fueron realmente especiales, porque, además de venir empapadas de una gran carga crítica, anti-sistema e incluso algo revolucionaria, coincidieron con los años de mi adolescencia, con todo lo que eso implica (ahora que soy padre de una adolescente lo sé). Las hormonas y la cabeza fuera de sitio, y el corazón por encima de todas las cosas, dispuesto a luchar por todo y con todas las fuerzas. Los años seguramente más intensos en la vida de cada uno de nosotros: el descubrimiento de la amistad (esa, la de verdad “verdadera”, como dice mi hermano Juan Bosco), los primeros amores…

 

Y también esa natural rebeldía, que en mi caso y el de mis amigos vino acompañada de unas ideas un tanto revolucionarias para nuestro pueblo, al menos por aquel entonces. Mi padre se acordará de que bautizó a nuestra pandilla con el nombre de “las catacumbas”, por aquello de que estábamos siempre reunidos en los salones laterales de la Iglesia “Nueva”. La verdad es que éramos lo que se dice unos jóvenes comprometidos. Demasiado, para el gusto de algunos. También se acordará mi padre (y medio pueblo) de cuando, creo que en el año 1981, y con motivo precisamente de la celebración de las fiestas de la Candelaria, nos entró esa vena de defender nuestras islas y nuestra cultura a toda costa, y nos encaramamos unos cuantos a descolgar las banderas españolas que decoraban la Iglesia y sus alrededores, sustituyéndolas por banderas canarias. O el Sancocho popular que unos años más tarde organizamos por las fiestas de San Antonio, paralelo a una paella también popular. Eran años en que luchábamos por nuestra propia identidad, la personal y la común, la de nuestro Pueblo.

 

Aunque reclamábamos también otros cambios más universales. Algunos aún recordarán el desfile de carrozas de la fiesta de San Antonio del año 1980, en el que tuve el gusto de participar como “dama de honor”, junto a Josemingo Rodríguez (la otra “dama”) y “Quique” Mesa (la “Miss”).

 

Con esta rebeldía nuestra conseguimos cambiar muchas cosas, y sobre todo aquellas que el puro costumbrismo había impuesto porque sí. Sirva de ejemplo la Sociedad Unión Sur de Tías, por aquel entonces centro social emblemático. Cuando cumplí los 18 años me pasaron el primer recibo como socio. Todos los varones teníamos ese obligatorio y dudoso honor al llegar a la mayoría de edad. Pero nosotros, los de mi generación, también queríamos el derecho a decidir, y a la igualdad de género (mira tú, ¡qué modernos!), y tantas cosas más. Así que decidí no hacerme socio, pero continuar disfrutando de los actos que se celebraban en el local (organizados por el Ayuntamiento y para el pueblo, he de aclarar). Y he aquí que me declararon “persona non grata” en la Sociedad, y me vi sacado a rastras a la calle, al igual que otros amigos que habían tomado la misma decisión. Este hecho levantó ampollas a más de uno, pero, al final, la obligatoriedad de ser socio desapareció, y con el tiempo se dejaron de mezclar los actos populares con las obligaciones que implicaban la propiedad privada del local.

 

Los pequeños hechos cambian la historia. Y también y especialmente la de algunas personas. A raíz de que no podía entrar en la Sociedad, esas navidades (las del 81/82) pasé el Fin de Año junto a otros “non gratos” en Entremontañas. De madrugada volvimos a casa, y mi madre me despertó por la mañana con una lluvia de guayabos verdes como piedras, que había recogido a oscuras y guardado en mis bolsillos. Los aventureros que me acompañaron aquella noche fueron Josemingo Rodríguez, Maxi Alvarez, y Rafael Mesa que, a partir de entonces, pasó a denominarse “Felo el guayabo”, porque fue el impulsor de la recogida de los dichosos guayabos que, según él, estaban para comérselos.

 

Bueno, que un recuerdo me lleva a otro, y me voy por las ramas, nunca mejor dicho. Así que sigamos con los sonidos: llegaron (allá por el año 80) mis primeros estudios de saxofón, también con mi padre, y más tarde los de clarinete, ya en el Círculo de Amigos de la Música, en Arrecife (en “el Puerto”, que decíamos).

 

En 1982, mientras hacía la mili en el Batallón de Infantería de Arrecife (otra marca indeleble, por cierto), entré a formar parte del grupo “Los Ecos”, una orquesta de baile que tenía su sede en Tinajo. La experiencia duró un par de años, hasta que la orquesta se disolvió.

 

Ese mismo año (el 82) descubrí a mi Gloria, esa mujer maravillosa con la que todavía tengo el privilegio de poder compartir mi vida. Más recuerdos imborrables (pero esos, si me lo permiten, me los quedo para mí).

 

Durante los años 80 tuve también el privilegio de disfrutar muy a menudo de la excelente programación que por aquel entonces tenía lugar en el Auditorio de los Jameos del Agua. De las cosas que se han perdido en la Isla, ésta es quizás la que más me duele, sobre todo de cara a las nuevas generaciones. Espero que todos los políticos de la Isla sean capaces de ponerse de acuerdo algún día para poder disfrutar de un espacio cultural que realmente de cabida a las necesidades actuales y futuras, que siempre hay que mirar para delante.

 

Y bueno, en 1984, coincidiendo con las fiestas de la Candelaria, estrenamos la Banda Municipal de Música de Tías en la procesión. Por cierto, la procesión no se hizo por culpa del viento (¡cosa rara! ¡viento en la Candelaria!), y tocamos cobijados delante de la Sacristía. En esa primera actuación de la Banda éramos sólo diez personas, y apenas la mitad de Tías: “Josemingo” Rodríguez en la trompeta, “Felo” Rodríguez  en el bombo, Juan Pedro Valiente en los platillos, y Benigno Díaz ( mi padre ) y yo mismo en  los saxos altos.

 

Recuerdo los primeros pasos de la Banda con mucho cariño, y también con cierta tristeza. Con cariño, porque pusimos toda nuestra ilusión y esfuerzo. Y sonaba, ¡vaya si sonaba! Tuvo tanto éxito que en seguida pensaron en hacer realidad una banda municipal estable, con cantera y todo eso. Y aquí es donde nace mi tristeza, porque, a pesar de los años, y de que la Banda Municipal sigue existiendo, y de que se ha creado la Escuela Municipal de Música, y todo eso… Yo, sinceramente, creo que el camino ha estado lleno de piedras, y no se ha avanzado como debiera. Aquí permítanme los políticos, como músico y miembro fundador de la Banda, que les pida cierta responsabilidad. Yo espero y confío en que en un futuro que deseo no sea lejano se planteen retomar este tema con la seriedad que requiere, y adopten las medidas necesarias para que la Banda Municipal de Música de Tías sea una realidad de la que sentirnos orgullosos.

 

Bueno, pues… como pueden ver, llegué a los 22 años envuelto en música y más música.

 

En 1985 emprendí un viaje (de esos que llaman “sin retorno”, al menos de momento) a Barcelona, y todo en mi vida cambió. Allí decidí dejar definitivamente la pintura (profesionalmente), y dedicarme en cuerpo y alma a la música. Como muchos de ustedes ya sabrán, en el Conservatorio Superior de Música de Barcelona acabé mis estudios superiores de música. Luego comencé a trabajar de profesor de clarinete, y poco a poco mi vena creativa de siempre afloró también en este campo infinito de la música, dando también sus frutos.

 

En Barcelona he pasado la otra mitad de mi vida. Un mundo completamente diferente, y una etapa de la vida también muy diferente. En Barcelona han nacido mis dos hijas, Judit y Laura, dos catalanillas que adoran nuestra isla, y a la familia y amigos que las esperan aquí cada verano.

 

Pero eso es ya otra historia. Como dije al principio, creo que la parte más importante en la vida, la que te “marca” de verdad, es la primera veintena, más o menos. Cuando pasas de ser un adorable rollito de carne a un terremoto de niño, luego a un insoportable e incomprensible adolescente y, por fin, a un hombre (o mujer, en su caso, no me vayan a atacar por lo de la igualdad de género…).  Perdonen los adolescentes mi toque sarcástico, pero ahora, como padre, estoy “tocado” (y, sin que lo lea mi hija: vivan esta etapa con todas sus fuerzas, que las van a necesitar, para lo bueno y lo malo). Tienen en sus manos su propio futuro, y el de todos. Espero que los jóvenes que llegarán a ser tengan las fuerzas y las ganas para trabajar por cambiar lo que deba ser cambiado, y pese a quien pese.

 

Y hasta aquí ha llegado mi pequeño resumen de esos años vividos en Tías. Ahora, cuando miro atrás, casi me aterroriza pensar que nosotros, los de mi generación, hemos vivido más de un siglo en apenas cuarenta años. Los años 60 en Lanzarote se correspondían más o menos con los años de finales del siglo XIX en Centro-Europa. Nacimos sin electricidad, sin agua corriente, sin teléfono… A menudo, cuando miro nuestro pasado, pienso que no estábamos preparados para entender en tan poco tiempo todos los cambios sociales, culturales, políticos… que se nos vinieron encima de golpe, como atropellándonos una y otra vez. Es difícil asumir algo así.

 

Nuestros padres y abuelos nos atemorizaban con la famosa frase: “¡No te acerques nunca a un desconocido!” Recuerdo una anécdota: un día que regresaba a casa de la escuela de “la Orilla”, y me encontré a uno de esos primeros turistas que andaban por aquí; aquel extranjero pensaría que éramos salvajes, porque no vio más que el polvo de las carreras que eché buscando una pared de piedra para esconderme.

 

Mientras con una mano descabezábamos las últimas cebollas, con la otra abríamos la cepa para plantar un apartamento. Mientras con una mano amarrábamos el camello, con la otra abríamos la puerta de nuestro nuevo coche. Todo pasó muy rápido, no nos dieron tiempo para asumir todo lo que se nos vino encima.

 

Ahora es el momento de reflexionar, y decidir con tranquilidad qué queremos ser, y a dónde queremos ir. Somos un pueblo, como lo fueron nuestros antepasados, incombustible. Pero a la vez somos muy frágiles. Nuestra realidad sigue siendo diferente. La insularidad tiene ese inconveniente. Pero basta con construir los puentes necesarios para establecer nuevos caminos, y nuevas metas.

 

Yo creo en un futuro donde todo el mundo tenga lugar. Los que han sido desde siempre parte de nuestro pueblo, pero también aquellos que han querido plantar sus nuevas raíces aquí, y ofrecernos el fruto de sus hijos, que son hijos también de nuestro pueblo. Dicen de los canarios que somos un pueblo con los brazos abiertos. No en vano el turismo es la fuente actual de nuestra riqueza y, por tanto, de nuestro progreso. Pero creo que hay que no sólo abrir los brazos a los que visitan nuestra preciosa Isla y nos dejan sus dineros. Usemos nuestros brazos también para abrazar a aquellos que han decidido que su hogar estaría entre nosotros, y que con nosotros quieren construir también ese nuevo futuro. A mí me toca especialmente este tema, está claro. Mi pueblo de acogida ha sido Barcelona (¡menudo pueblo!). Y, pese a la fama que tienen desde fuera, he de decir que me siento realmente también parte de ese pueblo (grande, pero pueblo, al fin y al cabo). Yo espero y deseo que mi pueblo natal, ese de verdad, el que uno lleva muy adentro en el corazón, sepa abrir el suyo a los “nuevos” (a los “nouvinguts”, como dicen en Cataluña, usando una expresión que se parece mucho al conocido “benvinguts”, bienvenidos).

 

Yo creo firmemente en un futuro que es de todos, en un futuro donde la economía, la cultura, la educación, la política… tengan su propio espacio.

 

Y espero y deseo que en ese futuro la cultura (entendiendo por cultura todo el conjunto de conocimientos y experiencias del ser humano) ocupe un lugar destacado en el día a día.

 

Cuando miro a atrás, me doy cuenta de que los de nuestra generación (aquí, en Lanzarote) teníamos muy pocas posibilidades de hacer algo diferente a lo que se ha hecho. Y entonces soy más consciente de la suerte que yo particularmente he tenido. Y quisiera dar las gracias por ello. Dar las gracias a mi familia, y sobre todo a mis padres, que se dejaron la piel por crear y construir lo que ahora soy. A mis amigos, que me ayudaron a descubrir otros universos. A Gloria, Judit y Laura, que me han dejado volar y han soportado con paciencia mis palabras y mi silencio.

 

De todos ellos, y de nuestros antepasados, aprendí a ver todos los matices y colores que encierra el negro, a ser consciente de que no hay cosas imposibles. Aprendí que cada persona tiene que construir el Universo, y que cada persona es el Universo. Que lo que no nos gusta hay que cambiarlo, que todo es posible, que la suerte y los milagros existen. Y aprendí a ser fiel a las ideas, y a ir para delante aunque te encuentres el mundo de cara.

 

Gracias a todos, gracias a Tías.

 

Y les deseo a todos y de todo corazón que disfruten de las fiestas.

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