En 1964, un teórico norteamericano llamado Arthur Danto escribió un texto titulado «El mundo del arte» que ha marcado hasta ahora muchas de las nociones que tenemos sobre el arte. Su pregunta, sin embargo, ya tenía unos cincuenta años de antigüedad, lo que pasa es que aún no era un tema central en la reflexión sobre el arte. Y es que, para Danto, era asombroso cómo unos objetos que podrían estar en cualquier casa, al entrar en un museo o una galería, se empezaban a llamar “obra de arte”. A Danto estas reflexiones le surgieron por culpa de Andy Warhol, que se dedicó a poner en una galería cajas de detergente. Ahí se pusieron cimientos básicos de lo que se suele llamar posmodernidad.

No voy a resolver aquí qué es el arte (es una cuestión que ni siquiera me interesa en esos términos), pero sí plantear algunas cuestiones que afectan a lo que entendemos por “obra de arte musical”. ¿Por qué? Porque mucha gente rechaza, por ejemplo, la música contemporánea porque creen que “eso es ruido, no música”. Es curioso, porque algunos argumentos son compartidos entre el repertorio contemporáneo y música tan clásica y tonal como el reguetón. Los que dicen que “eso no es música” deberían saber o tener al menos algunas certezas de lo que sí lo es, ¿no?

La música surge porque se niegan sonidos. En todas las culturas hay una organización jerárquica de los sonidos más o menos estricta. Es decir, algunos sonidos y algunas combinaciones de ellos se aprueban culturalmente y se articula así un concepto de música frente a otro. Eso deja fuera otros sonidos, que a veces pueden considerarse lícitamente como ruidos y otras no. El ruido, físicamente -por ejemplo, en palabras de Helmholz, es un sonido sin una afinación específica, “una alternancia rápida de la sensación de diferentes e irregulares tipos de sonido y movimientos no-periódicos del cuerpo sonoro”. Que un sonido nos moleste o no, es una definición subjetiva del ruido.

Sin embargo, poco a poco hemos ido ampliado culturalmente nuestra capacidad de ampliar en el concepto de música otros sonidos no aceptados en las definiciones canónicas. Esto no pasa ahora, sino que lleva pasando desde el origen de la teoría de la música. Entre los seguidores de Pitágoras, se encuentra Platón. Él analiza escalas e intervalos concretos, indicando que, por ejemplo, las armonías fuertes (es decir, la dórica y la frigia) son aptas para los guerreros. Las demás pueden llevar a tendencias de debilidad o sensiblería, algo que sólo es propio -pensemos en la época- para las mujeres. Así, propuso la eliminación de las armonías que evocasen el lamento, la tristeza o la debilidad como la jónica (que es la escala mayor al uso), la mixolidia y la syntonolydia. También había que evitar la multiplicidad de ritmos y medidas y potenciar la música con palabra. La música sin texto podía resultar peligrosa por su ambigüedad. En Platón, la música tiene, además, un componente educativo y político. No se trata sólo de “curar”, sino también de “educar”. Escuchar o interpretar unas determinadas escalas podía ser peligroso para el alma de los ciudadanos de la polis y, con ello, se pondría en peligro el propio Estado: «no se puede tocar a las reglas de la música sin alterar las leyes fundamentales de la gobernación» (si no me creen, consulten La República 424c). Es decir, si bien Pitágoras, que se supone que es el padre la nuestra concepción musical pues encontró muchas de las relaciones armónicas que fundamental el sistema tonal, Platón articuló los afectos asociados a determinados sonidos. Lo que no nos cuentan, por ejemplo, es que Pitágoras desarrolló su modelo teórico en una época en la que la teoría era más importante que la realidad, esto es, donde importaba más la belleza formal de las fórmulas que su correspondencia con lo existente, algo que pervivió hasta la edad media. Por eso, a Pitágoras se le perdonan algunos deslices en su teoría. Aunque no retratan lo que exactamente pasa en la naturaleza, es de gran consistencia formal y eso ya nos va bien. Es cierto, sin embargo, que hay un potencial creativo en la incoherencia entre la realidad y la teoría o la escritura. De esto se dio cuenta ya Aristóteles en su Poética:

“El historiador y el poeta no se diferencia por decir las cosas en verso o en prosa (…); la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido y, el otro, lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo general y la historia lo particular”.

En fin, así quitando y poniendo, decidiendo qué es lícito que suene y qué no, se construye la historia de la música. Pero no solo eso. También un problema que ha hecho que muchos teóricos se rompan la cabeza. De nuevo, ¿cómo sabemos que algo “es” arte y no otra cosa? ¿Qué merece entrar en el mundo del arte? Las artes visuales tenían la “virtud” de que podían imitar de una manera bastante fidedigna el mundo exterior. Y es que nuestros primeros teóricos del arte se preguntaban para qué había que inventarse nada, sin la naturaleza ya lo contenía todo (esto tiene su explicación, pero la dejo para otro día). Por si acaso, sin embargo, para que quedase claro que era una imitación y no el intento de crear de nuevo el mundo (eso solo lo puede hacer en serio dios), los pintores tenían el recurso de enmarcar el cuadro, como para dar a entender que no es una mera pintada en la pared (como las pinturas negras de la Quinta del sordo, que se sacaron de allí para museizarlas). Las esculturas, por su parte, tenían una peana, o se alzaban en un espacio separado con flores en un parque. Las artes temporales necesitaban también su marco, que poco a poco se fue construyendo hasta alcanzar la forma de nuestros actuales teatros y salas de concierto. Pero… ¿qué hacemos con la música que no puede imitar nada? Porque claro, una flauta no puede hacer sonidos de ranas o de truenos. Eso ha generado dos líneas: por un lado, la de hacer de la música el único arte que ha nacido sin la necesidad de la imitación, que ha visto perdonado su pecado capital de no imitar y, por otro, la de una música que intenta a toda costa ser figurativa dentro de sus posibilidades. Pasan las dos cosas al mismo tiempo, aunque no lo parezca. Con motivo de los posts de verano, en los que les mostraba cómo la música imita (o quiere imitar) al agua o al sol, se ve cómo la música intenta a duras penar convertirse en visual.

Es decir, la música no solo se constituyó negando sonidos, sino también negando su especificidad, ser sonido… y ya está. Y así es como algunos compositores empezaron a probar a ser menos visuales y más sonoros. Y, también, a pensar sin marco. Igual que Pollock o Yves Klein pintaban en el suelo, disfrutando de la textura de la pintura, o que Calder pensó una escultura dinámica, nuestros amigos contemporáneos, esos “que hacen música tan rara”, intentaron repensar la música, incluso desde la propia tradición de la que venían.

Si la música tenía algo que ver con la pintura, no era por “copiar” lo visual, sino porque se intentaba pensar la música espacialmente, construyendo en planos sonoros, como en esta pieza canónica de Ligeti, llamada Atmosphères

Otros intentaron mostrar todo lo que suena cuando suena una nota. No, un “do” no es solo un “do”, sino todas estas notas que os pongo más abajo (la explicación es algo compleja). Se llaman espectralistas, y  componen, como su propio nombre indica,  tomando decisiones sobre el espectro sonoro, basándose en la representación gráfica del sonido.

Otros decidieron que ya está bien de tantas melodías simétricamente construidas y de grandes extensiones sonoras y se dedicaron a la “música puntillista”…

Así podríamos hacer una revisión amplísima de todo el siglo XX y XXI. Pero la pregunta sigue en el aire: ¿por qué sabemos que algo es arte? Yo no tengo palabras mágicas. Pero sí que cada vez me queda más claro una cosa. Aquello que llamamos arte surge como negación de elementos no incluidos inicialmente en su concepto. No abrir los ojos o los oídos a lo silenciado es dar la razón, tácitamente, a ciertas imposiciones con las que convive el concepto de arte que poco tienen que ver con razones artísticas, sino -como en Platón- morales. De hecho, seguimos hablando en términos morales cuando hablamos de arte, pues decimos que algo es “bueno” o “malo”. ¿Para quién? ¿para qué? Levi Strauss nos hace notar los cambios en la escucha desde el siglo XVIII al XIX, que es en el que nos hemos quedado. Mientras la música, en el siglo XVIII era algo que se discutía en los salones y que se entendía a nivel técnico, hoy -y desde el siglo XIX- es un arte que cada vez se cruza más con el entretenimiento, en el que lo que hay que conseguir es adscribir ciertas emociones a ciertos sonidos, un significado “literario, anecdótico, arbitrario y superficial”. Por eso, cuando la única adscripción «literaria» que nos surge escuchando música contemporánea es el «miedo» o algo por el estilo -nada es casual: este tipo de repertorio se ha usado en el cine en contextos de intriga y suspense. Habría que preguntarse si va primero el huevo o la gallina- estamos cayendo en una reducción de su complejidad e interés a lo que nos provoca. Posiblemente, pocos nos emocionemos -como sí les pasaba a los románticos, véase el Síndrome de Stendhal- hasta que nos dé una parálisis ante un cuadro y, sin embargo, gracias a la primacía de lo visual en nuestra cultura podemos entender algunas cosas de las que pasan allí, incluso aunque no las sepamos expresar. ¿Por qué, sin embargo, nos interesa un mundo sonoro tan limitado?

Hoy existe música incluso basada en ruidos o en sonidos no ruidosos, pero que no encajan en el concepto tradicional de música. Muchos se llevan las manos a la cabeza: ¡claro! Se están tambaleando los cimientos de nuestra civilización. ¿Seremos capaces de un arte que no parta de una negación? Quizá es que eso, simplemente, nos dejaría sin concepto de arte en los términos en los que lo hemos experimentado hasta ahora.

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About the author

Marina Hervás, nace en Tenerife en 1989. Es licenciada en Filosofía (Universidad de La Laguna, 2011) e Historia y ciencias de la música (Universidad de La Rioja, 2014), Máster en Teoría e historia del arte y gestión cultural (Universidad de La Laguna, 2012) y doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) con una beca FPU. Posee el grado medio de violín. Ha obtenido el Primer Premio en CC. SS. y Humanidades del Certamen Nacional de Investigación «Arquímedes» convocado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España.

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